La cuarta clausura efectuada por la ONG Alameda molestó mucho a las propietarias de los locales nocturnos. Ellas los utilizan para vivir e insisten en que no están abiertos, que no pueden pagar un alquiler, que si les cierran los bares no tienen dónde ir a parar. Pelean, discuten, se violentan, insultan, maltratan a los inspectores de comercio porque creen que todo este circo es un tema político. Sin embargo existieron allí varios delitos que iban desde la trata de personas hasta el tráfico de bebés y la venta de estupefacientes.
Hoy “Las casitas” tienen sus paredes descascaradas, la pintura deslucida, los vidrios rotos. Emergen de la zona más austral de la República Argentina dejando al descubierto contrastes imprevistos, dimensiones raras desde las cuales se puede tomar conciencia de la profundidad de lo real: la cultura de la mansedumbre, sueño pedante de ciertas clases sociales. En horas de la mañana, se cierra la última de las casitas de la tolerancia. Territorio que hizo posible las más terribles aberraciones, que también deberían considerarse de lesa humanidad. Donde todas las miradas tienen dueño, donde quedan estrechos los cementerios. Zonas de gran facilidad de escape con más de cuarenta pistas de aterrizaje clandestino. Áreas liberadas donde el poder lo ejercen mafiosos, ajenos del escrúpulo, capaces de detectar la presencia de cuerpos que los aceptan sin objeciones.
L A S C A S I TA S
En enero de 2010 me topé de golpe con un blog que presentaba el submundo de “las casitas”. Mi hija cumplía quince años y el tema me impactó desde la nostalgia de verla crecer, de reparar en una mujer dentro de un cuerpo que todavía era niño. Entonces el libro comenzó a gestarse.
No serán pocos los lectores que conozcan la zona o que hayan investigado sobre el tema y encuentren en mis páginas desórdenes de tiempo y de geografías; esta novela es imaginaria, salpicada de personajes que pudieron ser solo señales que pedían a gritos que yo les devolviera la voz. Sé que muchos prefieren callarlos pero yo tenía elementos sutiles para armar la historia y a través de ellos los hice hablar. Entonces, como me enseñó Galeano, saqué los viejos frascos de cristal donde se guardan las palabras. Las elegí: las miré, las olí, las toqué, metí el dedo y las probé –confieso que algunas me dieron asco–. Busqué otras que no conocía y me senté a escribir.
Adriana B. Fin