por Bertha Bilbao Richter
Mientras leía la
obra de Osvaldo Rossi, una avalancha de ideas se precipitó sobre
mí. Era la explosión de todos aquellos contenidos
psíquicos y lucubraciones filosóficas emergentes
de una poesía que no podían ser recogidos en
la estrechez de un ensayo crítico convencional, de
aquellos que pretenden dominar el texto original con la deconstrucción,
la semiótica, el posestructuralismo o esa nueva crítica
norteamericana, corrientes ideológicas que afirman
el texto como pretexto, la infinita semiosis o la muerte
del autor.
Lejos de mí la pretensión de banalizar los
méritos de una serie de cinco libros de poemas y uno
teórico acerca de la poesía, todos ellos resultantes
de una cosmovisión lírico—metafísica
que se realiza como una verdadera parábola intelectual.
Debo reconocer, sin embargo, la insuficiencia de este trabajo,
quizás logrado en parte, con el propósito de
contribuir al acercamiento al núcleo significativo
de la obra del autor, aún a sabiendas que todo acercamiento,
contrariamente a lo que se supone, crea distancias, inconclusiones
que convocan y exhortan a los receptores a llegar a la cima
del sentido del texto.
De Jung aprendí que toda persona vive en un mito,
quien no lo hace es un desarraigado de su pasado, de la sociedad
en que vive y así también de su proyección
futura. Por lo tanto, me acosaba la pregunta fundamental
previa a todo análisis: ¿Cuál es el
mito en el que vive Osvaldo Rossi? Y además, como
se interroga George Steiner antes de emprender un trabajo
crítico ¿Hay en esta obra una salida a la trascendencia?
Los primeros poemarios me ofrecían inseguras respuestas
que iban acrecentando mi incertidumbre, tal vez porque pretender
entender al ser humano en su proceso de autoconstrucción
implica un peligroso enceguecimiento. De ahí surgió la
necesidad de una Entrevista con Rossi que fue realizándose
durante mi lectura, para iluminar aspectos opacos de algunos
poemas y para confirmar mis argumentos.
Las citas del autor —aunque fragmentarias— dan
cuenta de las imágenes visionarias que visten su pensamiento
y el atrevimiento de sus ambiciones; revelan por otra parte,
la imbricación de forma y contenido de manera tan
naturalmente atractiva y anti-retórica que convocarán
a nuevos lectores, si es que, como maestra de lectura, consigo
sensibilizarlos en un sentido moral, porque nadie puede desoír
la voz que lo cuestiona acerca de su origen y destino.
Dividí este trabajo en cuatro partes. En la primera,
los subtítulos corresponden a las distintas obras
que por un lado, han impuesto su autonomía, y por
otro, van tejiendo un entramado de memoria y esperanza que
se despliega desde el corazón y se orienta hacia el
sentido de la vida, donde todo se salva para siempre. La
segunda parte ofrece mi entrevista con Osvaldo Rossi, que
da cuenta de su riesgo de transformar la poesía en
un instrumento irregular de conocimiento metafísico
para que roce lo más hondo del ser, en el intento
de superar el dualismo del yo y el universo. La tercera incluye
una muy breve antología de sus obras y la cuarta y última
parte recoge las conclusiones y mi apreciación de
la poesía del autor en el macro texto lírico
argentino de los tiempos que corren.
El título del libro: Osvaldo
Rossi. Solidez poética
en la modernidad líquida, alude a la poesía
como antídoto a las condiciones sociales, políticas
y económicas de la época en que vivimos, con
sus incoherencias, sus cambios súbitos e inesperados,
sus estímulos renovables para formas erráticas,
desarraigadas del espacio - como centro vital – que
no se mantienen en el tiempo; una modernidad definida por
Zygmunt Bauman con el adjetivo líquida, por su condición
escurridiza, cambiante y fugitiva, en la que el hombre se
encuentra en desamparo.
En oposición a la movilidad señalada, la solidez
de la poesía de Osvaldo Rossi ofrece un nuevo orden
fundado en la inmutabilidad del ser, porque es la palabra
poética aquella capaz de rescatar el conocimiento,
la que permite transitar al hombre del feudo de las sombras
a la persistencia de la luz, que posibilita la iluminación
de las esencias de las cosas y, parafraseando al poeta, la
palabra que describe la deriva existencial hacia el estuario
inmutable. En efecto, la voracidad del tiempo y los espacios
fragmentados, por la conjura del poeta, van despojándose
de su poder amenazante y adquieren solidez ante la proclamación
del instante como presente pleno, y del espacio propio, como
centro mítico: se trata de la confluencia del espacio
real fenoménico con los espacios interiores, imaginados
y atravesados por el tiempo de la escritura en ese fluir
de la conciencia que detiene las mediciones.
No es casual que en “Punto
de llegada”, el último
poema de Osvaldo Rossi de su libro Un viaje por la cinta
de Moebius, describa poéticamente este mundo en el
que la modernidad líquida puso su cuota de sombras,
de frialdad en los afectos, de miseria, de sonrisas desterradas,
tiempos en que la ausencia de agua es abarcadora de todas
las ausencias, tiempos en que hasta los rincones familiares resultan desconocidos para un yo lírico que se universaliza.
No obstante, es la mirada poética la que aporta el
conocimiento y los valores esenciales del hombre que, a pesar
de su permanente “estar siendo” en los sucesivos
ahoras, se abre, por obra del arte, a la desmesura del ser,
como el rayo que quiebra la quietud en la pintura de Marta
Diez que ilustra la tapa de este libro.
La fuerza de la imagen nos lleva a los cuatro elementos que
participan en la creación: aire, agua, tierra y el
fuego procedente del rayo. Marta Diez no solo pinta el tránsito
del caos al cosmos sino su relación – como artista – con
el mundo, y la interdependencia de la contempladora y Dios.
Pictóricamente, el azul es color de lejanía,
de infinitud. Según la teoría psicoanalítica
de los sueños, el azul es signo de horizonte y significa
un mayor espacio para la propia expresión. Los cuatro
elementos, con matices de ese color, están magistralmente
expuestos.
El aire está asociado con el hálito vital,
con el viento de la tempestad y con el espacio atmosférico;
posee, en la simbología general, un sentido activo
y creador.
El agua simboliza la totalidad de las virtualidades, para
Tales de Mileto es el principio de todas las cosas – fons
et origo – precede a todas las formas y sustenta toda
la creación. Para los alquimistas medievales el “agua
divina” era la piedra filosofal. En el agua todo se
disuelve, toda forma se desintegra, toda historia queda abolida.
Desde el psicoanálisis, además de ser considerada
símbolo de la maternidad, lo es también del
inconsciente y de la energía psíquica. Desde
la antigüedad, el mar es símbolo de la generación
de la vida.
La tierra es la engendradora, nutre a los seres y los recibe
en su seno para retornarlos cíclicamente a la vida.
Es un punto azul en el cosmos.
Según un mito universalmente extendido, el fuego vino
del cielo a la tierra en forma de rayos; en la observación
de Cirlot, es ultra-viviente; es la imagen o arquetipo de
lo fenoménico en sí; simboliza la unión
entre el cielo y la tierra y es emblema de soberanía.
Los atributos lumínicos e ígneos presentes
en el cuadro, como fuego celeste, manifiestan la energía
creadora en el espacio de ruptura del tiempo profano que
proyecta al tiempo sacro; esto es, a la reactualización
de un acontecimiento mítico: el de la creación.
Disparo Cósmico VIII de Marta Diez es la revelación
de la realidad fundante, como lo es la obra poética
de Osvaldo Rossi. El momento de la iluminación, tanto
para la artista plástica como para el poeta, se homologa
con el rayo portador del conocimiento profundo del Todo que
se da en y a través del arte.
Bertha Bilbao Richter
Buenos Aires, octubre de 2012.
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