Palabras de la autora de “Las casitas”.

por Adriana Fin

         La cuarta clausura efectuada por la ONG Alameda molestó mucho a las propietarias de los locales nocturnos. Ellas los utilizan para vivir e insisten en que no están abiertos, que no pueden pagar un alquiler, que si les cierran los bares no tienen dónde ir a parar. Pelean, discuten, se violentan, insultan, maltratan a los inspec­tores de comercio porque creen que todo este circo es un tema político. Sin embargo existieron allí varios delitos que iban desde la trata de personas hasta el tráfico de bebés y la venta de estupefacientes.

Hoy “Las casitas” tienen sus paredes descascaradas, la pintura deslucida, los vidrios rotos. Emergen de la zona más austral de la República Argentina dejando al descu­bierto contrastes imprevistos, dimensiones raras desde las cuales se puede tomar conciencia de la profundidad de lo real: la cultura de la mansedumbre, sueño pedante de ciertas clases sociales. En horas de la mañana, se cie­rra la última de las casitas de la tolerancia. Territorio que hizo posible las más terribles aberraciones, que también deberían considerarse de lesa humanidad. Donde todas las miradas tienen dueño, donde quedan estrechos los cementerios. Zonas de gran facilidad de escape con más de cuarenta pistas de aterrizaje clandestino. Áreas libera­das donde el poder lo ejercen mafiosos, ajenos del escrú­pulo, capaces de detectar la presencia de cuerpos que los aceptan sin objeciones.


L A S C A S I TA S


En enero de 2010 me topé de golpe con un blog que presentaba el submundo de “las casitas”. Mi hija cumplía quince años y el tema me impactó desde la nostalgia de verla crecer, de reparar en una mujer dentro de un cuer­po que todavía era niño. Entonces el libro comenzó a gestarse. 

No serán pocos los lectores que conozcan la zona o que hayan investigado sobre el tema y encuentren en mis páginas desórdenes de tiempo y de geografías; esta nove­la es imaginaria, salpicada de personajes que pudieron ser solo señales que pedían a gritos que yo les devolviera la voz. Sé que muchos prefieren callarlos pero yo tenía elementos sutiles para armar la historia y a través de ellos los hice hablar. Entonces, como me enseñó Galeano, sa­qué los viejos frascos de cristal donde se guardan las pa­labras. Las elegí: las miré, las olí, las toqué, metí el dedo y las probé –confieso que algunas me dieron asco–. Bus­qué otras que no conocía y me senté a escribir.

Adriana B. Fin

Prólogo de “Las casitas” de Adriana Fin.

por Graciela Licciardi

Prensentación de Las casitas de Adriana Fin

        Las casitas de Adriana Fin es un libro para leer lentamente; los minuciosos detalles, la ambientación, el lenguaje utilizado en las descripciones, los lugares escogidos, las luces y sombras, todo, es un compendio de excelente calidad literaria.

Nada en la novela es un hecho banal, todo está íntimamente conectado y Adriana Fin ha tenido la maestría de exponerla de un modo no literal en el devenir de los acontecimientos, sino que nos lleva de un presente inmediato a un pasado reciente y ésto ejerce en el lector una necesaria atención para seguir la trama, lo cual, además, ha signado con una diferenciación en la grafía, para su mejor comprensión.

Ya en el Prólogo, Adriana Fin nos habla de la “la cultura de la mansedumbre, sueño pedante de ciertas clases sociales”. En toda la novela, aunque sea imaginaria, como manifiesta la autora en su inicio, hay una fuerte denuncia social y nos explica que fue tomando la voz de esos personajes que ha creado y ella, seguramente expresará esto con más detalle cuando nos cuente.

A través de la lectura observaremos cómo, en forma espeluznante, Adriana describe lo que hacían con esas mujeres a las que ella llama en la novela: “Las muñecas”, y dice que eran exhibidas en vidrieras de dudosa lumi¬nosidad y trabajaban bajo el amparo de una pseudo legalidad a solo veinte kilómetros de la ciudad, como una versión caricaturesca de la zona roja de Ámsterdam.

Los clientes generalmente eran fijos: integrantes de la fuerza de seguridad, médicos, políticos y hasta un Juez de Paz. También nos adentra en el dolor que llega a sentir una joven embarazada a la que le es quitada impumente su criatura recién nacida, el perfil pscilógico tan bien descripto por la autora que se sumerge en la mente de un suicida.

El hornillo que vemos en la tapa del libro y que en forma artística, tan hermosamente, ha logrado resolver Daniel Cosentino, significa un gran simbolismo en la novela, podría expresar que es el recipiente contenedor de dolores, sufrimientos y bejaciones y a la vez el disparador inminente para que la mujer que ha tapado el pasado comience a recuperar su identidad.

La autora, sin dudas, nos instala a través de la ficción, una realidad irrefutable, de un mundo sórdido y repulsivo en el que jóvenes mujeres han sido sometidas como objetos de comercio del placer, siendo ellas víctimas de innumerables humillaciones tanto físicas como psíquicas.

Adriana Fin logra perfilar los personajes con suma maestría escritural, adentrándose en los meandros más íntimos de su mente.

Las casitas es un libro que recomiendo por su profundidad, su calidad narrativa y por la denuncia social que nos dejará perplejos en su lectura. Graciela Licciardi

 

Prólogo “¡SENTIR, ARDER, VIBRAR!” (Antología Lírica Personal 1944 – 2016)

por OSVALDO GUEVARA

TOMÁS BARNA:

La Nocturnidad Fulgurante

           

En verso o prosa -aún en la conferencia y el ensayo- Tomás Barna es un escritor de ardiente personalidad verbal. Las palabras lo envuelven en su vértigo fónico y semántico, le provocan una suerte de armonioso aturdimiento, y si bien las rige con desvelado sentido estético, se diría que terminan tirando de él como relámpagos desbocados. En el fondo de su cultura cosmopolita y de su lucidez intelectual, se mueve –imprimiendo unidad a su estilo– un surrealista incoercible. Un surrealista que, asediado por las emociones del subconsciente, lleva al lenguaje las iluminadoras asociaciones de su espíritu alucinado. En “Elegía Bárbara”, por ejemplo, hallamos versos como éstos, que no constituyen una excepción sino que conforman una frecuencia: “Las hormigas arrastran sexos velludos, en procesión. Los perros desprenden de sus dientes una risa de huesos, medio seca”. Palpita en estas imágenes un eco de Lautréamont. El irreverente y deslumbrante autor de “Los Cantos de Maldoror” figuraba entre las apasionadas preferencias de Barna, durante nuestra amistad de juventud, en la ciudad de Córdoba. También el Miguel Ángel Asturias de “Leyendas de Guatemala”. Y los surrealistas, claro. Tales predilecciones y otras análogas (y no sólo en el campo de la literatura) trasuntaban su vinculación con el universo de lo fantástico, de los sueños, del delirio, de lo onírico. Y definían la nocturnidad que por entonces signaba su intimidad artística. La nocturnidad de lo irreal, de lo sombrío centelleante, de lo alumbradoramente oscuro. De lo misterioso que vela y revela el rostro verdadero de las cosas. Arte y noche eran para él vocablos sinónimos. ¡Ah, las peñas sabáticas y noctambulares en su casa cordobesa del barrio Villa Cabrera! Aquella nocturnidad ha continuado arropándolo por dentro, centrando las zonas de sus fugas de lo diurnamente apariencial, de sus nupcias febriles con el enigma simbólico y trascendente. En una página esplendente de “CICLOS DE SOLES, DE NOCHES Y DE PÁJAROS”, encendida por la irradiación angélica de la nieve –“Tu nieve, Luxemburgo”– dice Barna, con prosa estremecida, a despeche del blanco que le moja las palabras:

“La claridad se proyecta desde esa

negación del color que sonríe como una

virgen desflorada, pero mi ser yace en

la noche. Lo nocturno es mi elemento”.

En el presente libro de este argentino ecuménico y polilingüe, está redivivo el tango en poemas que no vacilan en ampliar y legitimar su ámbito expresivo apelando al lunfardo. En “Y crecí hasta tango”, leemos:

“Siento que una cópula de amor y de música

se eterniza en mi gola rea”.

¿Nombrar el tango, no es nombrar la tanguitud? La nocturnidad barniana crece hasta la tanguitud.

Lo nocturno, que perforaron los románticos con ojos visionarios, es –en parte– en Barna fruto de un bagaje literario, un laborioso legado de lecturas que calaron muy hondo en él, desde su adolescencia ávida de libros. Pero es también un refugio frente a los colmillos chirriantes de lo cotidiano, en que la imperfección del hombre mecanizado y maquinizado se evidencia con sus tonos más crudos.

Una larga residencia en París, desde 1964 hasta 1988, profundizó sin duda sus bodas viscerales con la noche. La Ciudad Luz, con sus calles diurnas colmadas de vida desbordante, es, históricamente, una ciudad para escrutar de noche, con extraños seres lanzados a la búsqueda de un destino esencial al amparo de la hermandad nocturna.

París, con la que siempre soñó Barna hasta el frenesí, fue como un segundo modo de nacer, como un reencuentro con su ser original. Se la habían enseñado amar Nerval, Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Camus… Cuando la pisó por primera vez, lo que experimentó fue, más que una emoción de llegada, una sensación de regreso. La caminó con familiaridad de parisino ancestral. No obstante, esa inserción –reinserción más bien– en lo europeo, fortaleció su argentinidad. Vuelto a su país, no ya a la Córdoba de las tertulias bohemias en que nos conocimos, sino a la Buenos Aires ‘actual del desenfreno, la furia horaria y el fragor, ha recalado en una porteñidad entrañable, algo así como en una patria uterina, fundacional y fundamental. La lejanía, en lugar de europeizarlo, profundizó sus raíces rioplatenses. Creo que a Julio Cortázar, de otra manera, le ocurrió lo mismo.

Esa porteñidad recuperada (Buenos Aires había sido su cuna primera), se traduce, sustancialmente, en su pasión por el tango, ya ejercida a orillas del Sena. Pasión de gustador. Pero, tanto como ésa, pasión de estudioso.

Estimo que Tomás Barna es uno de los tangólogos más avezados y nutridos con que cuenta la capital portuaria. Sus conferencias sobre el tema, algunas de las cuales he tenido la fortuna de escuchar, demuestran hasta qué grado ha indagado en la música ciudadana, amasada con turbiedades y esplendores, y con qué hondura se ha adentrado en ella.

En “SENTIR, ARDER, VIBRAR!…” está todo Barna. El de la infancia y adolescencia porteñas, el de la juventud cordobesa, el de la estancia en la tierra de su siempre vigente Debussy, el de la Buenos Aires nuevamente respirada con pulmones de viajero aquietado, el definitivo lector de los surrealistas, el amante voluptuoso del tango, el trashumante por sus interioridades psíquicas, recónditas, el peregrino de la noche atravesada como un túnel de portentos y deleitosos espantos, el ardiente amador de la mujer y la poesía.

Antes de que se fuera a Francia yo lo retraté en un soneto que 170 resisto a la tentación de transcribir aquí, reiterando y reactualizando el homenaje que significó consagrárselo. Se titula «VAGABUNDO INMÓVIL»:

 

Con tu cabeza aguda y pasajera,

con tu perfil de astrónomo extasiado,

como un linyera grave has acampado

por los suburbios de la primavera.

 

Pero hay un ala, una ola y una espera

bajo tu almohada, y en tu pie delgado

se retuerce un camino agazapado

y un mapa azul canta en tu billetera.

 

Y te irás, y te irás, misterio arriba,

apoyado en un viento a la deriva,

más allá del rumor de tu entrecejo.

 

Y un día, ya sin horizontes vanos,

sabrás por fin qué hacer con esas manos

que una noche robaste de tu espejo.

 

El vaticinio con que se cierra el poema se ha cumplido: Tomas Barna, corno escritor y como hombre, ya sabe muy bien qué hacer con esas manos que supo sustraer al espejo. Es decir: a las terribles exquisiteces de sus nervios, a las galaxias fantasmales de lo onírico, a las fulguraciones de la noche en que todo es posible para el alma, al misterio de las palabras que se buscan por encima de la lógica y de las convenciones, abrazándose entre colores luctuosos y estentóreos, con crispación candente, con gozo doloroso, con musical desesperación.

Y esta Antología Lírica es la summa

de toda su obra… desbordante de sonoridades, de

imágenes y vibraciones eminentemente poéticas,

siendo a la vez un bellísimo canto al AMOR

 –esencia maravillosa de la VIDA–.